Hace varios años, el Club Atlético Mineiro ganó la Copa Libertadores. Tras los abrazos y alegría habituales fueron recibiendo uno a uno las medallas. Después vino la copa que les acreditaba como campeones. Sin embargo, antes de ser levantada como es costumbre, se juntaron todos, hincaron la rodilla en el suelo y rezaron a una sola voz en portugués el “Nosso Pai”. Olimpiadas de Londres 2012: tras ganar la medalla de oro en 5.000m, la atleta etíope Meseret Defar, sumida en un llanto desmesurado, sacó una imagen de la Virgen de su pecho para mostrarla a las cámaras de televisión.
Francois Pienaar, capitán de la selección sudafricana de rugby, tras el pitido final del partido que les proclamaba campeones del mundo en su propio país en 1995, cayó al suelo de rodillas, agachó la cabeza y levantó su voz a Dios para agradecerle no que hubiesen ganado esa final, sino el haber sido instrumentos de paz para unir negros y blancos al inicio del gobierno de Mandela después del apartheid. Usain Bolt, el hombre más rápido de la historia gracias a horas de sudor y sacrificio, antes de cada carrera levanta sus ojos al cielo y señala “al de arriba” porque sabe que, a pesar de la importancia de su entrenamiento, lo que consigue es gracias a unos dones que recibió sin merecer.
Sólo cuatro ejemplos, no supersticiosos, no de pedidos egoístas de triunfo; sino simples actos de agradecimiento que brotan del corazón de quienes saben que, a pesar de darlo todo durante años de esfuerzos, no todo depende de ellos. Nos hemos acostumbrados a manifestaciones religiosas en el mundo del deporte, y terminamos desvalorizándolas porque tienen mucho de superstición egoísta, de fundamentalismo, de mera tradición ritual, o por el hecho de no creer que Dios vaya a tomar partido por alguien en una competición. Sin embargo, a veces nos sorprenden gestos realmente profundos que rebosan agradecimiento, disponibilidad, aceptación confiada de la bondad de Dios, de súplica desinteresada por el prójimo.
PADRE NUESTRO…
Venerable Mary Ward, ruega por nosotros.
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