MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
III JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo
XXXIII del Tiempo Ordinario
17 de noviembre de 2019
La esperanza de los pobres nunca se frustrará
1. «La
esperanza de los pobres nunca se frustrará» (Sal 9,19). Las
palabras del salmo se presentan con una actualidad increíble. Ellas expresan
una verdad profunda que la fe logra imprimir sobre todo en el corazón de los
más pobres: devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia, el
sufrimiento y la precariedad de la vida.
El salmista describe la condición del pobre y la arrogancia del
que lo oprime (cf. 10,1-10); invoca el juicio de Dios para que se restablezca
la justicia y se supere la iniquidad (cf. 10,14-15). Es como si en sus palabras
volviese de nuevo la pregunta que se ha repetido a lo largo de los siglos hasta
nuestros días: ¿cómo puede Dios tolerar esta disparidad? ¿Cómo puede permitir
que el pobre sea humillado, sin intervenir para ayudarlo? ¿Por qué permite que
quien oprime tenga una vida feliz mientras su comportamiento debería ser
condenado precisamente ante el sufrimiento del pobre?
Este salmo se compuso en un momento de gran desarrollo económico
que, como suele suceder, también produjo fuertes desequilibrios sociales. La
inequidad generó un numeroso grupo de indigentes, cuya condición parecía aún
más dramática cuando se comparaba con la riqueza alcanzada por unos pocos
privilegiados. El autor sagrado, observando esta situación, dibuja un cuadro
lleno de realismo y verdad.
Era una época en la que la gente arrogante y sin ningún sentido de
Dios perseguía a los pobres para apoderarse incluso de lo poco que tenían y
reducirlos a la esclavitud. Hoy no es muy diferente. La crisis económica no ha
impedido a muchos grupos de personas un enriquecimiento que con frecuencia
aparece aún más anómalo si vemos en las calles de nuestras ciudades el ingente
número de pobres que carecen de lo necesario y que en ocasiones son además
maltratados y explotados. Vuelven a la mente las palabras del Apocalipsis: «Tú
dices: “soy rico, me he enriquecido; y no tengo necesidad de nada”; y no sabes
que tú eres desgraciado, digno de lástima, ciego y desnudo» (Ap 3,17).
Pasan los siglos, pero la condición de ricos y pobres se mantiene inalterada,
como si la experiencia de la historia no nos hubiera enseñado nada. Las
palabras del salmo, por lo tanto, no se refieren al pasado, sino a nuestro
presente, expuesto al juicio de Dios.
2. También
hoy debemos nombrar las numerosas formas de nuevas esclavitudes a las que están
sometidos millones de hombres, mujeres, jóvenes y niños.
Todos los días nos encontramos con familias que
se ven obligadas a abandonar su tierra para buscar formas de subsistencia en
otros lugares; huérfanos que han perdido a sus padres o que
han sido separados violentamente de ellos a causa de una brutal
explotación; jóvenes en busca de una realización profesional a
los que se les impide el acceso al trabajo a causa de políticas económicas
miopes; víctimas de tantas formas de violencia, desde la
prostitución hasta las drogas, y humilladas en lo más profundo de su ser. ¿Cómo
olvidar, además, a los millones de inmigrantes víctimas de
tantos intereses ocultos, tan a menudo instrumentalizados con fines políticos,
a los que se les niega la solidaridad y la igualdad? ¿Y qué decir de las
numerosas personas marginadas y sin hogar que
deambulan por las calles de nuestras ciudades?
Con frecuencia vemos a los pobres en los vertederos recogiendo
el producto del descarte y de lo superfluo, para encontrar algo que comer o con
qué vestirse. Convertidos ellos mismos en parte de un vertedero humano son
tratados como desperdicios, sin que exista ningún sentimiento de culpa por
parte de aquellos que son cómplices en este escándalo. Considerados
generalmente como parásitos de la sociedad, a los pobres no se les perdona ni
siquiera su pobreza. Se está siempre alerta para juzgarlos. No pueden
permitirse ser tímidos o desanimarse; son vistos como una amenaza o gente
incapaz, sólo porque son pobres.
Para aumentar el drama, no se les permite ver el final del túnel
de la miseria. Se ha llegado hasta el punto de teorizar y realizar una arquitectura
hostil para deshacerse de su presencia, incluso en las calles, últimos
lugares de acogida. Deambulan de una parte a otra de la ciudad, esperando
conseguir un trabajo, una casa, un poco de afecto... Cualquier posibilidad que
se les ofrezca se convierte en un rayo de luz; sin embargo, incluso donde
debería existir al menos la justicia, a menudo se comprueba el ensañamiento en
su contra mediante la violencia de la arbitrariedad. Se ven obligados a
trabajar horas interminables bajo el sol abrasador para cosechar los frutos de
la estación, pero se les recompensa con una paga irrisoria; no tienen seguridad
en el trabajo ni condiciones humanas que les permitan sentirse iguales a los
demás. Para ellos no existe el subsidio de desempleo, indemnizaciones, ni
siquiera la posibilidad de enfermarse.
El salmista describe con crudo realismo la actitud de los ricos
que despojan a los pobres: «Están al acecho del pobre para robarle,
arrastrándolo a sus redes» (cf. Sal 10,9). Es como si para
ellos se tratara de una jornada de caza, en la que los pobres son acorralados,
capturados y hechos esclavos. En una condición como esta, el corazón de muchos
se cierra y se afianza el deseo de volverse invisibles. Así, vemos a menudo a
una multitud de pobres tratados con retórica y soportados con fastidio. Ellos
se vuelven como transparentes y sus voces ya no tienen fuerza ni consistencia
en la sociedad. Hombres y mujeres cada vez más extraños entre nuestras casas y
marginados en nuestros barrios.
3. El
contexto que el salmo describe se tiñe de tristeza por la injusticia, el
sufrimiento y la amargura que afecta a los pobres. A pesar de ello, se
ofrece una hermosa definición del pobre. Él es aquel que «confía en el
Señor» (cf. v. 11), porque tiene la certeza de que nunca será abandonado.
El pobre, en la Escritura, es el hombre de la confianza. El autor sagrado
brinda también el motivo de esta confianza: él “conoce a su Señor” (cf. ibíd.),
y en el lenguaje bíblico este “conocer” indica una relación personal de afecto
y amor.
Estamos ante una descripción realmente impresionante que nunca nos
hubiéramos imaginado. Sin embargo, esto no hace sino manifestar la grandeza de
Dios cuando se encuentra con un pobre. Su fuerza creadora supera toda
expectativa humana y se hace realidad en el “recuerdo” que él tiene de esa
persona concreta (cf. v. 13). Es precisamente esta confianza en el Señor, esta
certeza de no ser abandonado, la que invita a la esperanza. El pobre sabe que
Dios no puede abandonarlo; por eso vive siempre en la presencia de ese Dios que
lo recuerda. Su ayuda va más allá de la condición actual de sufrimiento para
trazar un camino de liberación que transforma el corazón, porque lo sostiene en
lo más profundo.
4. La
descripción de la acción de Dios en favor de los pobres es un estribillo
permanente en la Sagrada Escritura. Él es aquel que “escucha”, “interviene”,
“protege”, “defiende”, “redime”, “salva”... En definitiva, el pobre nunca
encontrará a Dios indiferente o silencioso ante su oración. Dios es aquel que
hace justicia y no olvida (cf. Sal 40,18; 70,6); de hecho, es
para él un refugio y no deja de acudir en su ayuda (cf. Sal 10,14).
Se pueden alzar muchos muros y bloquear las puertas de entrada con
la ilusión de sentirse seguros con las propias riquezas en detrimento de los
que se quedan afuera. No será así para siempre. El “día del Señor”, tal como es
descrito por los profetas (cf. Am 5,18; Is 2-5; Jl 1-3),
destruirá las barreras construidas entre los países y sustituirá la arrogancia
de unos pocos por la solidaridad de muchos. La condición de marginación en la
que se ven inmersas millones de personas no podrá durar mucho tiempo. Su grito
aumenta y alcanza a toda la tierra. Como escribió D. Primo Mazzolari: «El pobre
es una protesta continua contra nuestras injusticias; el pobre es un polvorín.
Si le das fuego, el mundo estallará».
5. No hay
forma de eludir la llamada apremiante que la Sagrada Escritura confía a los
pobres. Dondequiera que se mire, la Palabra de Dios indica que los
pobres son aquellos que no disponen de lo necesario para vivir porque dependen
de los demás. Ellos son el oprimido, el humilde, el que está postrado en
tierra. Aun así, ante esta multitud innumerable de indigentes, Jesús no tuvo
miedo de identificarse con cada uno de ellos: «Cada vez que lo hicisteis con
uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
Huir de esta identificación equivale a falsificar el Evangelio y atenuar la
revelación. El Dios que Jesús quiso revelar es éste: un Padre generoso,
misericordioso, inagotable en su bondad y gracia, que ofrece esperanza sobre
todo a los que están desilusionados y privados de futuro.
¿Cómo no destacar que las bienaventuranzas, con las que Jesús
inauguró la predicación del Reino de Dios, se abren con esta expresión:
«Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20)? El sentido de este anuncio
paradójico es que el Reino de Dios pertenece precisamente a los pobres, porque
están en condiciones de recibirlo. ¡Cuántas personas pobres encontramos cada
día! A veces parece que el paso del tiempo y las conquistas de la civilización
aumentan su número en vez de disminuirlo. Pasan los siglos, y la
bienaventuranza evangélica parece cada vez más paradójica; los pobres son cada
vez más pobres, y hoy día lo son aún más. Pero Jesús, que ha inaugurado su
Reino poniendo en el centro a los pobres, quiere decirnos precisamente esto: Él ha
inaugurado, pero nos ha confiado a nosotros, sus discípulos, la tarea de
llevarlo adelante, asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres.
Es necesario, sobre todo en una época como la nuestra, reavivar la esperanza y
restaurar la confianza. Es un programa que la comunidad cristiana no puede
subestimar. De esto depende que sea creíble nuestro anuncio y el testimonio de
los cristianos.
6. La
Iglesia, estando cercana a los pobres, se reconoce como un pueblo extendido
entre tantas naciones cuya vocación es la de no permitir que nadie se sienta
extraño o excluido, porque implica a todos en un camino común de salvación. La
condición de los pobres obliga a no distanciarse de ninguna manera del Cuerpo
del Señor que sufre en ellos. Más bien, estamos llamados a tocar su carne para
comprometernos en primera persona en un servicio que constituye auténtica
evangelización. La promoción de los pobres, también en lo social, no es un
compromiso externo al anuncio del Evangelio, por el contrario, pone de
manifiesto el realismo de la fe cristiana y su validez histórica. El amor que
da vida a la fe en Jesús no permite que sus discípulos se encierren en un
individualismo asfixiante, soterrado en segmentos de intimidad espiritual, sin
ninguna influencia en la vida social (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 183).
Hace poco hemos llorado la muerte de un gran apóstol de los
pobres, Jean Vanier, quien con su dedicación logró abrir nuevos caminos a la
labor de promoción de las personas marginadas. Jean Vanier recibió de Dios el
don de dedicar toda su vida a los hermanos y hermanas con discapacidades
graves, a quienes la sociedad a menudo tiende a excluir. Fue un “santo de la
puerta de al lado” de la nuestra; con su entusiasmo supo congregar en torno
suyo a muchos jóvenes, hombres y mujeres, que con su compromiso cotidiano
dieron amor y devolvieron la sonrisa a muchas personas débiles y frágiles,
ofreciéndoles una verdadera “arca” de salvación contra la marginación y la
soledad. Este testimonio suyo ha cambiado la vida de muchas personas y ha
ayudado al mundo a mirar con otros ojos a las personas más débiles y frágiles.
El grito de los pobres ha sido escuchado y ha producido una esperanza
inquebrantable, generando signos visibles y tangibles de un amor concreto que
también hoy podemos reconocer.
7. «La opción
por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» (ibíd., 195)
es una opción prioritaria que los discípulos de Cristo están llamados a
realizar para no traicionar la credibilidad de la Iglesia y dar esperanza
efectiva a tantas personas indefensas. En ellas, la caridad cristiana encuentra
su verificación, porque quien se compadece de sus sufrimientos con el amor de
Cristo recibe fuerza y confiere vigor al anuncio del Evangelio.
El compromiso de los cristianos, con ocasión de esta Jornada
Mundial y sobre todo en la vida ordinaria de cada día, no consiste
sólo en iniciativas de asistencia que, si bien son encomiables y necesarias,
deben tender a incrementar en cada uno la plena atención que le es debida a
cada persona que se encuentra en dificultad. «Esta atención amante es el inicio
de una verdadera preocupación» (ibíd., 199)
por los pobres en la búsqueda de su verdadero bien. No es fácil ser testigos de
la esperanza cristiana en el contexto de una cultura consumista y de descarte,
orientada a acrecentar el bienestar superficial y efímero. Es necesario un
cambio de mentalidad para redescubrir lo esencial y darle cuerpo y efectividad
al anuncio del Reino de Dios.
La esperanza se comunica también a través de la consolación, que
se realiza acompañando a los pobres no por un momento, cargado de entusiasmo,
sino con un compromiso que se prolonga en el tiempo. Los pobres obtienen una
esperanza verdadera no cuando nos ven complacidos por haberles dado un poco de
nuestro tiempo, sino cuando reconocen en nuestro sacrificio un acto de amor
gratuito que no busca recompensa.
8. A los
numerosos voluntarios, que muchas veces tienen el mérito de ser los
primeros en haber intuido la importancia de esta preocupación por los pobres,
les pido que crezcan en su dedicación. Queridos hermanos y hermanas: Os exhorto
a descubrir en cada pobre que encontráis lo que él realmente necesita; a no
deteneros ante la primera necesidad material, sino a ir más allá para descubrir
la bondad escondida en sus corazones, prestando atención a su cultura y a sus
maneras de expresarse, y así poder entablar un verdadero diálogo fraterno.
Dejemos de lado las divisiones que provienen de visiones ideológicas o
políticas, fijemos la mirada en lo esencial, que no requiere muchas palabras
sino una mirada de amor y una mano tendida. No olvidéis nunca que «la peor
discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual» (ibíd.,
200).
Antes que nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor
hecho visible gracias a personas santas que viven junto a ellos, las que en la
sencillez de su vida expresan y ponen de manifiesto la fuerza del amor
cristiano. Dios se vale de muchos caminos y de instrumentos infinitos para
llegar al corazón de las personas. Por supuesto, los pobres se acercan a
nosotros también porque les distribuimos comida, pero lo que realmente
necesitan va más allá del plato caliente o del bocadillo que les ofrecemos. Los
pobres necesitan nuestras manos para reincorporarse, nuestros corazones para
sentir de nuevo el calor del afecto, nuestra presencia para superar la soledad.
Sencillamente, ellos necesitan amor.
9. A veces se
requiere poco para devolver la esperanza: basta con detenerse, sonreír,
escuchar. Por un día dejemos de lado las estadísticas; los pobres no son
números a los que se pueda recurrir para alardear con obras y proyectos. Los
pobres son personas a las que hay que ir a encontrar: son jóvenes y ancianos
solos a los que se puede invitar a entrar en casa para compartir una comida;
hombres, mujeres y niños que esperan una palabra amistosa. Los pobres nos
salvan porque nos permiten encontrar el rostro de Jesucristo.
A los ojos del mundo, no parece razonable pensar que la pobreza y
la indigencia puedan tener una fuerza salvífica; sin embargo, es lo que enseña
el Apóstol cuando dice: «No hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos
poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido
Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para
humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo
despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie
pueda gloriarse en presencia del Señor» (1 Co 1,26-29). Con los
ojos humanos no se logra ver esta fuerza salvífica; con los ojos de la fe, en
cambio, se la puede ver en acción y experimentarla en primera persona. En el corazón
del Pueblo de Dios que camina late esta fuerza salvífica, que no excluye a
nadie y a todos congrega en una verdadera peregrinación de conversión para
reconocer y amar a los pobres.
10. El Señor
no abandona al que lo busca y a cuantos lo invocan; «no olvida el grito de los
pobres» (Sal 9,13), porque sus oídos están atentos a su voz.
La esperanza del pobre desafía las diversas situaciones de muerte, porque él se
sabe amado particularmente por Dios, y así logra vencer el sufrimiento y la
exclusión. Su condición de pobreza no le quita la dignidad que ha recibido del
Creador; vive con la certeza de que Dios mismo se la restituirá plenamente,
pues él no es indiferente a la suerte de sus hijos más débiles, al contrario,
se da cuenta de sus afanes y dolores y los toma en sus manos, y a ellos les
concede fuerza y valor (cf. Sal 10,14). La esperanza del pobre
se consolida con la certeza de ser acogido por el Señor, de encontrar en él la
verdadera justicia, de ser fortalecido en su corazón para seguir amando
(cf. Sal 10,17).
La condición que se pone a los discípulos del Señor Jesús, para
ser evangelizadores coherentes, es sembrar signos tangibles de esperanza. A
todas las comunidades cristianas y a cuantos sienten la necesidad de llevar
esperanza y consuelo a los pobres, pido que se comprometan para que esta Jornada
Mundial pueda reforzar en muchos la voluntad de colaborar activamente
para que nadie se sienta privado de cercanía y solidaridad. Que nos acompañen
las palabras del profeta que anuncia un futuro distinto: «A vosotros, los que
teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su
sombra» (Mal 3,20).
Vaticano, 13 de junio de 2019
Memoria litúrgica de san Antonio de Padua
Francisco